Filosofía en tiempos de virus

por Victoria Camps


“Y que es el hombre imperceptible cosa
Si se compara con el orbe entero”
Lucrecio, De rerum natura

La conciencia de lo pequeño y lo frágil que es el ser humano es una de las lecciones más evidentes que nos está dejando el coronavirus que, en los momentos en que escribo este artículo, tiene confinado a un tercio de la humanidad. Se dice pronto y no se llega a entender cómo ha sido posible. Cómo ha podido ocurrir en el siglo XXI, con un progreso científico, médico, biomédico, tecnológico que nos acercaba a la omnisciencia divina. Nada de lo que hemos inventado y producido nos sirve ahora para dominar a un virus cuyo origen y efectos desconocíamos. Como nunca nos embargan el deconocimiento y la impotencia.

En medio de la incertidumbre y la angustia en que estamos, ¿es de algún consuelo, alguna ayuda, la filosofía? ¿Tiene algo que decir la ética que pueda orientarnos?

Me acojo, para cubrir el espacio breve de una página, al pensamiento de uno de los filósofos más lúcidos y originales de nuestra historia: el judío de origen portugués y afincado en Holanda, Baruch Spinoza. En su obra más célebre titulada Ética, da dos mandatos para vivir bien en un mundo del que los individuos no somos sino una efímera expresión: conocer las causas de las cosas y perseverar en el ser. Traducido a un lenguaje más actual: lo que debemos hacer es cultivar el conocimiento científico y esforzarnos por sacar lo mejor de nosotros mismos. Para conseguir esto último, conviene ser realistas y aceptar la contingencia humana, no para resignarnos aceptando sin más lo vulnerables que somos, sino para no extralimitarnos ni pretender vivir más allá de nuestras posibilidades.

Spinoza era un estoico, como lo fue también Lucrecio, el gran poeta y filósofo del siglo I a.C., de quien tomo la cita que encabeza este texto. Simplificándolo mucho, el programa de los estoicos tenía dos objetivos. El primero intentar conocer cómo funciona la naturaleza y qué hay que temer de ella, liberándonos de prejuicios y mitos que sólo profundizan en la ignorancia y no explican las causas reales de lo que ocurre. El segundo, aprender a vivir con lo inevitable; limitar los objetos del deseo a aquello que depende de nosotros o que podemos llegar a conseguir.

La potencialidad del conocimiento científico y técnico es muy alta, pero no es absoluta. Las grandes crisis como la que estamos viviendo lo manifiestan con creces. Más pronto que tarde dominaremos el virus, pero habrá que vivir con las consecuencias de la pandemia de la mejor manera para que el bien común, el bien de todos y no sólo el de unos pocos, sea el objetivo prioriotario. Habrá que dejar de lado los individualismos, los intereses particulares, ser fraternales y generosos. Formamos parte de una humanidad común cuya salvación depende de nosotros. De nosotros depende encontrar el tratamiento adecuado para que el virus desaparezca y se minimicen las pérdidas. Y de nosotros depende enfrentar el próximo descalabro económico con medidas que nos protejan a todos.

Estas son las lecciones que hay que aprender cuando nos damos de bruces con nuestra fragilidad. Algunas crisis han acabado siendo revolucionarias. Esta también puede llegar a serlo.